Deuteronomio 18:9
Los israelitas estaban a punto de entrar a la Tierra Prometida, una tierra que, según Dios, era donde fluía leche y miel. La Biblia señala que era un lugar de abundancia, hermoso y lleno de provisión. Los judíos estaban a punto de poseer esa tierra con todo lo que en ella había.
Desde aproximadamente el año 1300 hasta después de la Reforma, en torno a 1800, los creyentes fueron perseguidos de manera terrible: eran asesinados, no podían tener propiedades, no podían comprar ni hacer negocios. Hoy, gracias a Dios, contamos con una libertad tremenda. Estamos prácticamente en nuestra “tierra prometida”. Aunque no sea perfecta, gozamos de muchas libertades. Por ejemplo, si quisiéramos predicar en una plaza pública, la gente podría pasar junto a nosotros sin decir nada, quizás alguno reclame, pero nadie puede traer a la policía para detenernos. Existe libertad de expresión y de culto.
Sin embargo, el problema de hoy no es la persecución ni los insultos por ser cristianos. El problema actual de las iglesias es la comodidad. Vivimos un evangelio exageradamente cómodo, un evangelio de pasividad, de aburrimiento, un evangelio que cansa. Hemos repartido nuestra vida entre Dios y el mundo. Y por eso estamos como estamos: seguimos a Cristo de manera cómoda, sin cargar ninguna cruz, porque nadie nos ataca. Estamos distraídos con el trabajo, el dinero, los bienes y los negocios. A Dios lo hemos relegado cada vez más al último lugar. Por eso muchos se pierden.
A pesar de todo, gozamos de bendiciones, incluso de prosperidad, pero esa misma prosperidad ha hecho que la iglesia viva relajada. Ya no oramos por milagros, por sanidad, por restaurar matrimonios o por la conversión de nuestros hijos. Ahora recurrimos a psicólogos, médicos, pastillas, remedios naturales o incluso brujos. ¿Por qué? Porque esta es la realidad que vivimos en esta generación perversa y corrupta, justo antes de la venida de Cristo.
Dios le habla a Israel, lo amonesta, y le dice: “Cuando entres en la Tierra Prometida, no aprenderás a hacer según las abominaciones de aquellas naciones”. Estas naciones practicaban una serie de cosas que, incluso hoy, se siguen haciendo. Dios le dijo a su pueblo: “No practicarás esas cosas”. Si vivimos como el mundo, ¿dónde está nuestro Dios? Si el mundo no ora y nosotros tampoco, ¿cuál es la diferencia? Si el mundo no ayuna y nosotros tampoco, ¿cuál es la diferencia? Si hay mentira y chisme en el mundo y también en nosotros, ¿dónde está el Dios que decimos seguir? Tiene que haber una diferencia.
Por eso, Dios nos dice: “No aprenderás a hacer según las abominaciones que ellos practican”. Las naciones paganas sacrificaban a sus hijos al dios Moloc, quemándolos vivos. Aunque ya nadie hace eso literalmente, podríamos verlo de otra manera. Tal vez no lanzamos a nuestros hijos al fuego físico, pero con nuestra forma de vivir o de criarlos, tal vez los estamos llevando al infierno. Quizás somos demasiado permisivos, no los guiamos ni corregimos, permitimos que hablen mal, se peleen entre hermanos o falten al respeto.
Dios también advierte contra la adivinación, el agüero y la consulta a los muertos. Puede que no practiquemos directamente estas cosas, pero a veces las introducimos en nuestras casas a través de la televisión, viendo películas o series con contenido ocultista. Incluso, sin darnos cuenta, confiamos más en los muertos que en Dios. La Biblia dice: “Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú ven y sígueme”.
Hoy, los “muertos” pueden representar a personas que no tienen nada de Dios, pero en quienes confiamos más que en Él. Por ejemplo, cuando un médico da un diagnóstico y lo aceptamos sin cuestionarlo, confiamos más en lo que él dice que en lo que Dios declara sobre nosotros. Otros “muertos” son los bancos, en quienes confiamos nuestras finanzas, o incluso los ídolos, porque la idolatría sigue siendo abominación para Yahweh.
En conclusión, los cristianos de ahora no se convierten de verdad porque se han fabricado nuevos dioses, unos dioses que encajan con sus maldades. El sistema del mundo está diseñado por las tinieblas, para que las personas vivan solo para satisfacer sus propios deseos. El sistema de Dios es opuesto: es un sistema de servicio, donde no vivimos para nosotros mismos, sino para ayudar y alimentar espiritualmente a los demás, para satisfacer sus necesidades.